Mi descubrimiento de los
dólmenes fue tan casual como afortunado. Primero fue la afición a la cultura
del vino. Mi mujer y yo nos enamoramos a primera vista del paisaje extraño, a
la vez árido y feraz, en el que se alojan los orgullosos habitantes de La Rioja
Alavesa. La excusa que nos llevaba allí eran sus deliciosos vinos, ¡tan diferentes
los unos de los otros! A nuestro afán por degustarlos se unía nuestra innata
curiosidad, el gusto por explorar y aprender, y dadas dichas circunstancias dar
con La Chabola de la Hechicera era cuestión de tiempo. A primera vista nos
dejamos contagiar por la leyenda, no eran más que unas piedras ciclópeas
colocadas de manera tal que inducían a soñar. Luego vino una documentación
somera, esa que entusiasma y divierte por encima de cualquier otro afán
profesional. Al mismo tiempo que profundizábamos en aquel modo de vida
prehistórico, neolítico para ser más exactos, visitamos otros dólmenes, primero
los más cercanos, luego ampliando el radio de acción hasta el centenar de
kilómetros; era la excusa perfecta para conocer nuevos parajes.
Tiempo después, con el
aprendizaje surgió algo en mi, algo así como una deuda hacia aquellas piedras
que ya se habían convertido en ortostatos, hacia los dólmenes que ya llamábamos
Túmulos funerarios, luego esta novela. De hecho, por aquel entonces ya estaba
bien avanzado mi anterior trabajo, La
escritura necesaria, que contiene un guiño a dicha afición, origen de una
obsesión.
Imbuido yo por la necesidad
de vender libros me imaginaba por aquel entonces novelando una historia
vertiginosa y preñada de acción, sin descuidar la prosa, claro está piedra
angular de todo aquello que contenga mínimas pretensiones literarias. Progresivamente,
sin embargo, mis maravillosas ideas chocaban contra la documentación. No había
grandes gestas, ni batallas ni actos heroicos, nada memorable que referir. Me
enfrentaba a unas piedras silenciosas, manipuladas además por un hombre
contemporáneo más preocupado por ofrecer una fachada espectacular al turista que
por instruir (cosa entendible en cierto modo porque lo uno puede llevar a lo
otro).
En definitiva me encontré
vacío, nada semejante, dígase, al pánico al papel en blanco. No. Lo que hice
fue dejarme llevar por la experiencia, eso tan difícil de explicar y que da en
llamarse “conocimiento del oficio”. ¿Qué es un escritor sino un soñador?
Ni sabía entonces, ni lo se
ahora, si la novela la iban a leer docenas o millares, aunque más probable lo
primero que lo segundo. Si acaso escribir es el arte más difícil y completo, no
es oficio reconocido y consiste en mezclar palabras con sentido. Así que
comencé a escribir, describí paisajes, observé el contaminado cielo nocturno y
pensé, soñé.
Me costó dominar la
documentación, más por escasa y difícil de localizar que por compleja. No hay
manuales ambiciosos que abarquen el fenómeno del Megalitismo, prácticamente nada
específico, solamente apartados dentro de un fenómeno más amplio: el Neolítico.
Por otro lado la historiografía de hoy, en mi humilde opinión ni mejor ni peor
que la anterior, se halla tan profanada por el método científico que no ha
lugar a ensayos atrevidos que traduzcan en sueños el duro y valioso trabajo de los
especialistas en la materia: los arqueólogos. En esta tesitura resulta
complicado para un hombre poco versado en la materia hacerse una idea de cómo
vivían aquellos hombres: ¿Qué pensaban?, ¿a qué dioses veneraban?, ¿como
vestían?, ¿qué comían y bebían?
Se encuentra uno con unas
piedras magníficas, manipuladas previamente por los arqueólogos con mayor o
menor fortuna, y luego toca visitar Museos para ver los ajuares que se hallaron
en su interior. Acceder a los profesionales no fue igual de sencillo, tal vez
culpa de la inexperiencia; el caso que cuando di con ellos ya era tarde porque había
iniciado un camino caro de retornar. Sí, lo digo a modo de disculpa, porque de
haber conversado antes con profesionales de la talla humana de Luis Arazuri Izquierdo
y José Antonio Mugica Alustiza, es más que probable que la novela hubiera
tomado derroteros bien distintos.
Dicho lo precedente, quede
claro que lo que el lector tiene entre manos es una novela, y cualquier hecho
que se refiera no tiene por qué coincidir con la realidad pretérita. Por otro
lado la novela traza desde su inicio un brusco itinerario. El total
desconocimiento de los sucesos extraordinarios que a buen seguro acaecieron a
aquellos hombres venía a suponer terreno allanado para que se deslizaran a
través de la trama mis tradicionales obsesiones. De aquí probablemente el
enrevesado nudo de la presente novela, la zozobra de un hombre en búsqueda de
sí mismo. No fue fácil. La trama psicológica se complicó sobremanera y tuve que
buscar el auxilio de especialistas en la materia, que aprovecho aquí para mencionar
someramente, a modo de agradecimiento: ... y ... Su ayuda no fue contundente pero sí imprescindible; significó el visto
bueno a la ruta que me había marcado, la seguridad de que no trabajaba en
balde.
Por otro lado dudé, y aún
hoy dudo, respecto a cuál será la posición del lector frente a la susodicha
trama psicológica. El dicho “cualquier tiempo pasado fue mejor” nos puede
llevar al engaño de que el hombre prehistórico vivía feliz en su integración
con la naturaleza. Pensarán algunos que el estrés es característica exclusiva
de la economía de consumo y la sociedad de masas. Dudo yo de ello, quizás
obsesionado con la naturaleza animal del hombre, dígase social si se prefiere,
de la que depende todo su equilibrio. No hay más que imaginar a un individuo
rechazado por la sociedad. Seguro que todos hemos visto algún documental del
mundo animal en el que un ejemplar se ve azarosamente apartado de la manada. Su
margen de supervivencia disminuye terriblemente, además de que se ve invadido
por el estrés y la ansiedad.
Por otro lado, y quede
claro que me muevo en las arenas movedizas de la opinión, no creo yo que
hayamos cambiado tanto en cuanto a las estructuras mentales. Obviando
tecnología y cultura, obviando el incierto concepto de civilización, siento yo
que aquellos hombres albergaban aspiraciones semejantes a las nuestras, poco
más que la integración en el entorno, el dominio, aquello que damos en llamar
prosaicamente felicidad.
Dicho lo anterior,
disientas o no, lector, con mis opiniones, solamente aspiro a que esta liviana
lectura te sirva, cuando menos, como evasión de tus tareas cotidianas; mejor
que mejor si despierta en ti la curiosidad por esos dólmenes que a mi tanto me fascinaron.
Quizás te encontraste algún día con uno de ellos pero no captó tu atención,
quizás estén más cerca de lo que imaginas. Debes saber que aquellas gentes
pusieron tanta o más dedicación en ellos que los que posteriormente
construyeron carreteras y aeropuertos, recias murallas alrededor de sus
ciudades, o que aquellos otros que edificaron Catedrales a la mayor gloria de Dios.
será interesante conocer tu interpretación del misterio que rodea cada uno de estos monumentos fúnebres, que aire lúgubre o sacro, que los inspiraba, etc.
ResponderEliminaradelante!!
un abrazo
Bueno, más que descifrar el verdadero sentido de los dólmenes, me dedico a desarrollar obsesiones, problemáticas muy humanas. Suena a cliché, pero es una novela hondamente psicológica.
EliminarGracias por tu comentario
Un abrazo de vuelta