Cuando estudiaba Latín en el
Bachillerato me
asqueaba estudiar a los clásicos griegos y latinos sin tener la oportunidad de leer más que una pequeña muestra. Ya por aquel entonces comenzaron los primeros fracasos académicos del que prometía ser un fantástico alumno y hombre de provecho. «De qué te quejas si hacías novillos», diréis algunos y con razón, pero de entre todos los vicios recorridos el de leer nunca logré abandonarlo. Yo leía, leía mucho, leí algunas lecturas obligatorias y otras que sin serlo se suponían porque había que conocerlas, no solo su existencia y autor sino su estructura, temática, estilo y demás. Es el colmo del absurdo, pero se trata de un absurdo que hoy en día se les sigue exigiendo a los muchachos.
A nuestro profesor de latín
le llamábamos “el baldosus”, si mal no recuerdo por un anuncio del Mr. Proper.
Bien me gané su malquerencia; me suspendió, repetí, y a la segunda pasé de
chiripa, pero todo hay que decirlo, era un buen profesor. Él nos decía que no estaba
de acuerdo en absoluto en que tuviéramos que memorizar todo aquel acerbo
cultural de manera tan absurda, pero que no le quedaba otro remedio que
exigírnoslo por dos motivos: primero porque figuraba en el currículo y segundo
porque luego formaría parte del examen de Selectividad.
El caso que teníamos que
estudiar (y hoy exactamente igual) una larga enumeración de filósofos griegos y
latinos, dramaturgos, poetas, historiadores, científicos, incluso abogados como
Cicerón, y teníamos que saber en qué época vivieron y qué obras escribieron,
incluso en cuántas partes se dividían sus obras y el número de versos que
componían la Eneida. Os parecerá exagerado si no os tocó, pero así lo recuerdo.
Acumulabas una serie de conocimientos de validez escasa o nula, erudición de
chichinabo, pero no tocabas los textos, no leías a los grandes clásicos y
latinos.
Yo soy un caso aparte. Como
repetí curso tuve la oportunidad de leer a más de esos clásicos. Recuerdo
incluso que perdía tanto tiempo leyendo que luego no lo encontraba para
estudiar, y así me iba.
Hará unos meses recordé
estos turbios asuntos con motivo de una polémica tuitera. No vayáis a creer,
los había y los hay a puñados que defienden este género de estudio de las
disciplinas humanísticas, sin acudir a los textos. Hay quien opina que es la
única manera de aprender. Yo, sin ser un experto en la materia ni comer de
ello, supongo que se pueden introducir algunos matices.
Es difícil buscar
comparaciones, sean o no odiosas, ¿sería tal vez como aprender agricultura sin
pisar la tierra? Igual vosotros pensáis que este estudio sí tiene una gran
validez. Ayudadme con vuestras opiniones porque yo la verdad que estoy confuso,
y me entristece la carga de actividad inútil que se les mete a los muchachos
que cada vez menos se decantan por el estudio de las Humanidades, y, ¿nos
extraña?
Dicho esto, ahora que leo (y a veces hasta escribo) por placer, llevo
tiempo pergeñando la posibilidad de volver a esos libros de bachillerato que
estarán llenos de polvo en el cuarto de los trastos. Igual ahora sí que tengo
la serenidad suficiente para regodearme en los clásicos griegos y latinos que
antes estudié y que no alcancé a leer, o releer.
Dicho y hecho comenzaré por una laguna que llevo mucho tiempo deseando
rellenar, Las vidas paralelas de
Plutarco.
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