sábado, 12 de noviembre de 2016

Magistral, de Rubén Martín Giráldez (2016)

Perdónenme los lectores, y especialmente el escritor, por esta insípida reseña elaborada a bote pronto de un pequeño librito que no admite categoría y, mucho menos, prisas.
La he sufrido con una mezcla de amor y odio comprensible dado que pareciera que es lo que busca provocar el propio autor-socarrón, que no duda en denominar a los lectores españoles como “probadores de venenos”. Atinada me parece semejante comparación, y ¡atrevida! Valga este atrevimiento la paciencia para leerlo.
La verdad que soy muy contrario al que, supongo, su ideario, y repito supongo porque ya amenaza el propio autor con que su obra no está escrita para cualquiera y que hay que releerla o abandonarla. No seré yo quien lo juzgue aquí, aunque, en honor a la verdad, soy más quevediano que gongoriano, si es que viene al caso la comparación. Sí, tengo en más el contenido que el continente, siendo como soy enemigo de francotiradores del lenguaje y fustigador de aquellos que persiguen anglicanismos cual salvapatrias o Torquemadas.
Dicho lo precedente, y sin ensalzar al escritor, que de eso ya se han encargado medios y más medios pese a lo mucho que le pese al escritor que su voz caiga en saco roto, el autor tiene enormes cualidades, técnicas ante todo y sobre todo, pero me pena que los complique a través de lenguaraces piruetas. Me convierto desde ahora en un fiel seguidor de sus herramientas lingüísticas (a ver si se me pega algo) pero me gustaría encontrar más contenido que continente, pues encuentro más placer en lo que me dicen que en cómo me lo dicen, quizás porque siempre he huido del género de los engatusadores, o quizás, quién coño sabe, porque mis orígenes son tan humildes que me han llevado a valorar en más el techo que me cubre que el ladrillo con el cual se construyó la susodicha casa.

Os dejo algunos fragmentos para que juzguéis u os atreváis con un nombre que, sin duda, seguirá sonando fuerte, Rubén Martín Giráldez. En su descargo decir que se trata de una obra súper corta, que apenas contiene unas 50 páginas útiles, tremendamente sarcástica, satírica, ¡y acertada! con respecto a nuestra literaturilla española actual.

Me dije muchas veces que más me habría valido escribir una obra menor y punto ―como me aconsejaban la cordura, el viceprimersiguiente, mi ayuda de cámara, la feligresía de la Madre Mímica en pleno, las convulsionarias y mis enemigos―, que así al menos me habría quedado algo de brebaje de botarate en el hueco de la espina dorsal, porque ahora el tuétano sólo me sirve para hacer pringá y poco más.

Yo soy un cultor y llevo el veneno en el códex, pero el escritor de raza no existe porque la estupidez no es una raza sino un estado. Y así se me iba el día, entre hacer cosas de rey, convulsiones y virulencia; convulsiones, virulencia y hacer cosas de rey, y de vez en cuando garabatear un poquito. ¿Cuánto hace que perdí aquella sensación de «por las noches leo y me hago más fuerte y os supero a todos, panda de haraganes»? Los deberes del cargo, los atributos de la corona, las obligaciones paternas, el turismo entre familiares, los fueros que terminan siendo castigo: todo me impide ahora hacerme mejor por las noches desde hace mucho. Era y es más cansado que morir de pie.

Para ser sinceros, no sé contar una historia, lo mío es más bien elaborar comentarios sobre el límite borroso entre problema y solución.

Hay un tipo de modestia que empezó a triunfar entre los escritores de la generación que me precede y que considero intolerable, me refiero a la de índole sincera, real. ¿Para qué escribir si no se cree uno un genio? Si no crees que eres el mejor, no me hagas perder el tiempo. No me pidas nada si al final me lo vas a pedir por favor.

Hay en la literatura española mil tragabolas por cada tragasables.

No se puede escribir a fuerza de reverencias ni a fuerza de balanazos en los carrillos, y para practicar el término medio ya tenemos editoriales y premios especializados.

Para producir una obra nutritiva hay que estar dispuesto a ser percibido como problemático. La confesión de una fe, equivocada o no, siempre es problemática, y mi fe ya va dicho que era en mí mismo. Las proporciones inusitadas de afectación que la autobiografía favorece me llevaron a dar con mi fea técnica novedosa.


La auténtica literatura, o lo que es lo mismo: la literatura no española, no avisa de cuáles son sus planes; la literatura no española tiene que callar para no interrumpir la bufonada; la literatura no española es menos insumisa y disidente de lo que se cree, ya no es tan joven. Sin embargo, quien afirma que no hay dios que escriba nada bueno es porque no tiene talento ni para imaginar lo que haría su vecino con la mitad del talento suyo.

Si el genio quiere comportarse como tal y no caer en la ruindad tendrá que encontrar el equilibro entre no ponerse ronco de comer pollas y confiar la publicación de lo suyo a la puta casualidad. He perdido la alegría del genio y ahora perderé la del bufón.

Creo que es posible que alguien muy inteligente escriba un libro malo y creo también que un tonto tiene la posibilidad de producir un libro brutal, de buen salvaje; quien diga lo contrario no sabe de la tinta la mitad.




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