Perdónenme
los lectores, y especialmente el escritor, por esta insípida reseña elaborada a
bote pronto de un pequeño librito que no admite categoría y, mucho menos, prisas.
La
he sufrido con una mezcla de amor y odio comprensible dado que pareciera que es
lo que busca provocar el propio autor-socarrón, que no duda en denominar a los
lectores españoles como “probadores de venenos”. Atinada me parece semejante
comparación, y ¡atrevida! Valga este atrevimiento la paciencia para leerlo.
La
verdad que soy muy contrario al que, supongo, su ideario, y repito supongo
porque ya amenaza el propio autor con que su obra no está escrita para
cualquiera y que hay que releerla o abandonarla. No seré yo quien lo juzgue
aquí, aunque, en honor a la verdad, soy más quevediano que gongoriano, si es que
viene al caso la comparación. Sí, tengo en más el contenido que el continente,
siendo como soy enemigo de francotiradores del lenguaje y fustigador de
aquellos que persiguen anglicanismos cual salvapatrias o Torquemadas.
Dicho
lo precedente, y sin ensalzar al escritor, que de eso ya se han encargado
medios y más medios pese a lo mucho que le pese al escritor que su voz caiga en
saco roto, el autor tiene enormes cualidades, técnicas ante todo y sobre todo,
pero me pena que los complique a través de lenguaraces piruetas. Me convierto
desde ahora en un fiel seguidor de sus herramientas lingüísticas (a ver si se
me pega algo) pero me gustaría encontrar más contenido que continente, pues
encuentro más placer en lo que me dicen que en cómo me lo dicen, quizás porque
siempre he huido del género de los engatusadores, o quizás, quién coño sabe,
porque mis orígenes son tan humildes que me han llevado a valorar en más el
techo que me cubre que el ladrillo con el cual se construyó la susodicha casa.
Os
dejo algunos fragmentos para que juzguéis u os atreváis con un nombre que, sin
duda, seguirá sonando fuerte, Rubén Martín Giráldez. En su descargo decir que
se trata de una obra súper corta, que apenas contiene unas 50 páginas útiles, tremendamente
sarcástica, satírica, ¡y acertada! con respecto a nuestra literaturilla española
actual.
Me
dije muchas veces que más me habría valido escribir una obra menor y punto ―como me
aconsejaban la cordura, el viceprimersiguiente, mi ayuda de cámara, la
feligresía de la Madre Mímica en pleno, las convulsionarias y mis enemigos―,
que así al menos me habría quedado algo de brebaje de botarate en el hueco de
la espina dorsal, porque ahora el tuétano sólo me sirve para hacer pringá y
poco más.
Yo soy
un cultor y llevo el veneno en el códex, pero el escritor de raza no existe
porque la estupidez no es una raza sino un estado. Y así se me iba el día,
entre hacer cosas de rey, convulsiones y virulencia; convulsiones, virulencia y
hacer cosas de rey, y de vez en cuando garabatear un poquito. ¿Cuánto hace que
perdí aquella sensación de «por las noches leo y me hago más fuerte y os supero
a todos, panda de haraganes»? Los deberes del cargo, los atributos de la
corona, las obligaciones paternas, el turismo entre familiares, los fueros que
terminan siendo castigo: todo me impide ahora hacerme mejor por las noches
desde hace mucho. Era y es más cansado que morir de pie.
Para
ser sinceros, no sé contar una historia, lo mío es más bien elaborar
comentarios sobre el límite borroso entre problema y solución.
Hay
un tipo de modestia que empezó a triunfar entre los escritores de la generación
que me precede y que considero intolerable, me refiero a la de índole sincera,
real. ¿Para qué escribir si no se cree uno un genio? Si no crees que eres el
mejor, no me hagas perder el tiempo. No me pidas nada si al final me lo vas a
pedir por favor.
Hay
en la literatura española mil tragabolas por cada tragasables.
No
se puede escribir a fuerza de reverencias ni a fuerza de balanazos en los
carrillos, y para practicar el término medio ya tenemos editoriales y premios
especializados.
Para
producir una obra nutritiva hay que estar dispuesto a ser percibido como
problemático. La confesión de una fe, equivocada o no, siempre es problemática,
y mi fe ya va dicho que era en mí mismo. Las proporciones inusitadas de
afectación que la autobiografía favorece me llevaron a dar con mi fea técnica
novedosa.
La
auténtica literatura, o lo que es lo mismo: la literatura no española, no avisa
de cuáles son sus planes; la literatura no española tiene que callar para no
interrumpir la bufonada; la literatura no española es menos insumisa y
disidente de lo que se cree, ya no es tan joven. Sin embargo, quien afirma que
no hay dios que escriba nada bueno es porque no tiene talento ni para imaginar
lo que haría su vecino con la mitad del talento suyo.
Si
el genio quiere comportarse como tal y no caer en la ruindad tendrá que
encontrar el equilibro entre no ponerse ronco de comer pollas y confiar la
publicación de lo suyo a la puta casualidad. He perdido la alegría del genio y
ahora perderé la del bufón.
Creo
que es posible que alguien muy inteligente escriba un libro malo y creo también
que un tonto tiene la posibilidad de producir un libro brutal, de buen salvaje;
quien diga lo contrario no sabe de la tinta la mitad.
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