
El
caso que entraron en la librería dos hombres por la vestimenta distinguidos.
Por lo general, en ciudades de provincias, el hombre distinguido compra sus
libros nuevos, lo cual me dio una idea del magro negocio que se avecinaba. Pese
a ello respondí a sus numerosas preguntas con toda la amabilidad que me fue
posible. No estábamos solos pero nada más atravesar la puerta uno de ellos, el
más avezado e interesado, se abalanzó sobre mí y me acribilló sin piedad a
preguntas. No pretendo obviar que destilaba amabilidad y falsa moderación, y
que sus primeras impresiones fueron adulatorias.
―¡Oh!,
¡qué maravilla de librería!, ¡y está todo ordenado!, ¿por género y autor?
―Sí,
como en cualquier otra librería. ―El lector poco habitual suele pensar que en
las librerías de segunda mano está todo manga por hombro.
―No, no,
pero está todo muy limpio y ordenado.
―Pues
gracias hombre, se agradece.
Paseó su
mirada por toda una fila de estanterías de Narrativa, sin detenerse en títulos
concretos, y luego volteó para dominar con gran soltura las isletas centrales,
tema riojano, cine, deportes, cocina…
―Hay de
todo… ―Dijo en voz alta. Yo había vuelto a mis asuntos pero aquel señor
requería toda mi atención.
Al azar
agarró un pequeño estuche de cartón que contenía la trilogía de Torrente
Ballester, Los gozos y las sombras. Se
dirigió a su acompañante:
―Mira
qué interesante. Una obra maestra.
Su
compañero, silencioso pero altanero, asintió con un movimiento de cabeza
mientras su mirada y sus manos vagaban de aquí para allá con estrépito.
Nuestro
amable personaje se dio por vencido, acudió conmigo al mostrador y fue al
grano:
―Me han
dicho que aquí compráis libros, ¿qué precio ofrecéis?
―Hacemos
una selección de lo que nos traen y pagamos a 20 céntimos por ejemplar útil. ―Ya
hacía tiempo que intuía el motivo de la visita y me corrí como robot.
Asintió
mientras se retiraba. Pretendió ocultar la decepción pero no quiso retirarse
con el rabo entre las piernas, para lo cual consideró que debía seguir
hablando.
―Yo es
que tengo miles y miles de libros. De La Rioja tengo alrededor de los mil
libros. Tenía como unos 800 de derecho y se los regalé al Colegio de Abogados.
―Claro
que sí. ―Dije yo, a sabiendas de que mis precios de compra no le habían
convencido y por ende ya no le interesaba mi librería. ―Lo último es tirar los
libros, ―concluí amablemente, y con temor, os soy sincero, de resultar grosero.
―¡Ah!,
por supuesto.
De
pronto se topó con un libro que llamó poderosamente su atención. Lo tenía
puesto de pie y apoyado en una enorme “B” de metal que hacía la función de
sujetalibros. Era un ejemplar, en gran formato y tapa dura, de los premios
guinnes de los records, de 1998 si mal no recuerdo. A los niños les llamaba
mucho la atención averiguar cuál era el chorizo más largo del mundo o el hombre
que más hamburguesas había conseguido ingerir de una sentada.
Llamó a
su amigo para que lo viera y, excitado, me preguntó:
―¿No
tendrás el del 2002? (quizás me preguntó por otro año que no recuerdo)
―No, no
creo, me parece que solo me queda ese. Me los quitan de las manos ―presumí.
―Ya me
supongo. Sólo era para echarle un vistazo porque ya lo tengo en casa.
Lo miré
concienzudamente. A ver, estaba comenzando a hartarme aquel tipejo que venía a
abusar de mi tiempo con tanta alevosía.
―¡Eh! ―Se
me escapó esta u otra interjección parecida.
―Sí, en
León tengo un merendero con una colección de más de tres mil botijos. No te
vayas a creer, no los tengo todos expuestos. Expuestos tendré en lineales como
unos mil y el resto bien guardados.
―¡Joder!,
dije en alta voz al tiempo que sonreía sin afectación, gratamente sorprendido.
―No es
más que un hobby ―Concluyó el señor, que, sonrojado, sintió, no sé por qué, la
necesidad de explicarse.
―Claro
que sí, señor, ―le respondí en un tono efusivo y limpio por completo de
cualquier género de reproche. Pero, al igual que antes él, yo también me sentí
en la obligación de comentar un hobby tan extremo, estrambótico y original. ―Cada
loco con su tema.
Inmediatamente
después de hablar me di cuenta de lo inadecuado de mi comentario.
Se
despidió con la misma amabilidad con la que se presentó, pero de alguna manera
intuí que aquel hombre se sintió ofendido y ridículo por aquellas mis últimas
palabras, que, os aseguro, no contenían mala intención.
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