viernes, 2 de noviembre de 2018

Tipos de lectores 3, el "experto"



Es probable que la mayoría de los lectores no entiendan ni un ápice aquello de lo incierto y doloroso que es la adquisición de la sabiduría. Muy al contrario, pues suele creer a pies juntillas el lector que adquiere sabiduría cuando lee, amén de manejo de vocabulario, prestigio y empaque cultural. Quizás piense el lector que la sabiduría cuelga de los estantes de las librerías como el sin fin de productos que desfilan por los pasillos de un supermercado, y que basta con picotear aquí o allá para adquirir los más exuberantes y preciados conocimientos.
Pero no le demos tanta importancia a la sabiduría. Yo estoy aquí hoy para hablar de lo desagradable que resultan la soberbia o la pendantería, entendidas estas como presunción de sabiduría. Yo no sé ustedes pero yo leo por gusto y placer, porque es la manera más agradable que encuentro de entretener mi viaje. De hecho, si he alcanzado o no cierta sabiduría es algo a lo que resto cada día más importancia porque no me cabe duda, por experiencia, de que antes se llega a la felicidad por el camino de la estulticia que por el de la sabiduría.
Y todo esto viene al caso de una anécdota de lo más insulsa. Vendiendo libros en el mercadillo me enfrento a un grupo de señoras que buscan una Biblia para un muchacho que cursa Educación Secundaria. Tengo dos ejemplares de segunda mano, ambos a un precio excelente y en buen estado, pero en La Rioja no se venden tan bien los libros como el vino. Tampoco me llevo mal rato porque las Biblias las vendo tarde o temprano, claro está al precio de 3 ó 4 euros. Pero la anécdota surge porque las señoras se dirigen a una de ellas calificándola de “experta” en Biblias, y aquello a mí, deseoso siempre de aprender, me llamó poderosamente la atención.
La “experta” examinó detenidamente las dos Biblias y se decidió por aquella que tenía mejor aspecto, cubierta de símil piel, cantos limpios. La otra era una biblia editada en rústica con fines didácticos, más barata y que guardaba un aspecto menos elegante. Hasta ahí todo normal, pero la “experta” me señaló una de las páginas iniciales de la segunda advirtiéndome, con enfado, que aquella biblia no la podía poner a la venta porque era protestante.
Me pilló desprevenido. Titubeé para decir que yo pensaba que no había Biblias católicas o protestantes. La “experta” no disculpó ni mucho menos mi ignorancia. Con buena intención y ánimo de aprender le pregunté por las diferencias, para posibles futuros. Me disculpé de mi ignorancia argumentando que yo pensaba que el quid de la cuestión se hallaba en la libre interpretación y en la traducción del latín a las diversas lenguas vernáculas para hacerla accesible a las gentes. Recibí una soberbia callada por respuesta.
Todo hay que decirlo, de las cuatro o cinco señoras que iban en el grupo todas me compraron algún libro menos la “experta”, que se fue con el ceño fruncido.
En cuanto las perdí de vista me faltó tiempo para ojear las primeras páginas de la susodicha Biblia. Por supuesto que era una Biblia católica y que me acompañaba la razón. De hecho, en un apartado de la introducción se explicaba la cuestión de la Reforma Protestante, y me parece que fue dicho apartado el que la indujo a error.
Sin embargo fijaos, al final todos contentos, yo porque, aunque no vendí mi biblia sí que me desprendí de un buen puñado de libros, y más todavía la “experta” porque, aunque se fue con el ceño fruncido, engrandeció entre sus amigas su leyenda.

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