Es
probable que la mayoría de los lectores no entiendan ni un ápice aquello de lo
incierto y doloroso que es la adquisición de la sabiduría. Muy al contrario,
pues suele creer a pies juntillas el lector que adquiere sabiduría cuando lee,
amén de manejo de vocabulario, prestigio y empaque cultural. Quizás piense el
lector que la sabiduría cuelga de los estantes de las librerías como el sin fin
de productos que desfilan por los pasillos de un supermercado, y que basta con
picotear aquí o allá para adquirir los más exuberantes y preciados
conocimientos.
Pero
no le demos tanta importancia a la sabiduría. Yo estoy aquí hoy para hablar de
lo desagradable que resultan la soberbia o la pendantería, entendidas estas
como presunción de sabiduría. Yo no sé ustedes pero yo leo por gusto y placer,
porque es la manera más agradable que encuentro de entretener mi viaje. De
hecho, si he alcanzado o no cierta sabiduría es algo a lo que resto cada día
más importancia porque no me cabe duda, por experiencia, de que antes se llega
a la felicidad por el camino de la estulticia que por el de la sabiduría.
Y
todo esto viene al caso de una anécdota de lo más insulsa. Vendiendo libros en
el mercadillo me enfrento a un grupo de señoras que buscan una Biblia para un
muchacho que cursa Educación Secundaria. Tengo dos ejemplares de segunda mano,
ambos a un precio excelente y en buen estado, pero en La Rioja no se venden tan
bien los libros como el vino. Tampoco me llevo mal rato porque las Biblias las
vendo tarde o temprano, claro está al precio de 3 ó 4 euros. Pero la anécdota
surge porque las señoras se dirigen a una de ellas calificándola de “experta”
en Biblias, y aquello a mí, deseoso siempre de aprender, me llamó poderosamente
la atención.
La
“experta” examinó detenidamente las dos Biblias y se decidió por aquella que
tenía mejor aspecto, cubierta de símil piel, cantos limpios. La otra era una
biblia editada en rústica con fines didácticos, más barata y que guardaba un
aspecto menos elegante. Hasta ahí todo normal, pero la “experta” me señaló una
de las páginas iniciales de la segunda advirtiéndome, con enfado, que aquella
biblia no la podía poner a la venta porque era protestante.
Me
pilló desprevenido. Titubeé para decir que yo pensaba que no había Biblias
católicas o protestantes. La “experta” no disculpó ni mucho menos mi
ignorancia. Con buena intención y ánimo de aprender le pregunté por las
diferencias, para posibles futuros. Me disculpé de mi ignorancia argumentando
que yo pensaba que el quid de la cuestión se hallaba en la libre interpretación
y en la traducción del latín a las diversas lenguas vernáculas para hacerla
accesible a las gentes. Recibí una soberbia callada por respuesta.
Todo
hay que decirlo, de las cuatro o cinco señoras que iban en el grupo todas me
compraron algún libro menos la “experta”, que se fue con el ceño fruncido.
En
cuanto las perdí de vista me faltó tiempo para ojear las primeras páginas de la
susodicha Biblia. Por supuesto que era una Biblia católica y que me acompañaba
la razón. De hecho, en un apartado de la introducción se explicaba la cuestión
de la Reforma Protestante, y me parece que fue dicho apartado el que la indujo
a error.
Sin
embargo fijaos, al final todos contentos, yo porque, aunque no vendí mi biblia
sí que me desprendí de un buen puñado de libros, y más todavía la “experta”
porque, aunque se fue con el ceño fruncido, engrandeció entre sus amigas su
leyenda.
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